El autóctono

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El autóctono

¿Quién es el autóctono? Esta noción implica a su vez la del extranjero, su heterogéneo. El extranjero es aquel que llega, dibuja el borde, recuerda las fronteras… El autóctono es suelo, es lugar, puede recibir visitas y decir “aquí” como si fuera su casa.
El aquí, siempre ya-ahí, y familiar, alberga al “nosotros” de los autóctonos. Pasaje del territorio-tierra a sus ocupantes. Plural implícito en el enunciado singular. El aquí del asilo no puede sostenerse en uno solo. Sin embargo, el extranjero afronta de a uno al autóctono, al territorio que se supone que debe brindarle asilo, incluso si llega en grupo. No hay simetría aunque uno se defina por el otro. El “nosotros” que lleva el autóctono, el nativo o el aborigen, recibe o no al singular del extranjero de esa otra parte que no se nombra. Se le agrega a esto –naderías– el espesor de la historia: dominaciones, colonizaciones, ocupaciones y guerras presentes o pasadas, acentuando lo desigual del encuentro.
Curiosa constatación: ¿por qué rozamos lo cómico si designamos a un francés, a un alemán, a un italiano, en síntesis, a cualquier europeo, con el término de autóctono? Este término parece reservado para aquellos a quienes “nosotros” debemos civilizar, y no a la inversa. El autóctono (y sus equivalentes) designa preferentemente a un primitivo. Y de ahí la expresión que prevalece para los naturales de los países ricos: “los nacionales”, frente a los extranjeros. ¿No resulta menos chocante así? ¡Un francés no puede ser autóctono! Y sin embargo, el extranjero será “naturalizado”… ¿No se podría decir al igual que lo que ocurre con las naciones, con algunas diferencias por cierto, que toda estructura, toda institución que brinda “asilo”, se protege de lo extraño y de lo singular que duerme en la valija del extranjero?* Tendencia tenaz a someter a quien llega.
Que cada uno barra la puerta de su casa: yo trabajo como analista de ciudad*, hablaré por lo tanto de mi práctica.
En la situación analítica, se observan los mismos elementos: aunque el analista reciba solo al paciente, este último debe afrontar no sólo al individuo analista, sino que implícitamente afronta el “nosotros” de los analistas y el análisis como territorio de una práctica codificada, así sea ejercida del modo más libre del mundo.
Por lo tanto, abordaré la cuestión del asilo, de la relación del extranjero con el autóctono, por medio de aquello que me es más familiar: la historia así llamada “clínica” de una dama bien autóctona.

La dama del perro

Brindar asilo no siempre es fácil.
La historia que viene a continuación me ha marcado porque cuenta de modo menor una buena cantidad de avatares que se encuentran en el uso del asilo.
Esto ocurrió hace casi treinta años. Yo era una joven analista, completamente impregnada por lo que recién terminaba “de aprender”, por todo aquello que un analista debe o no debe hacer frente a un analizante. Muy rápidamente me di cuenta de que el analizante era sometido a una naturalización forzosa, sin que él lo supiera.
Se trataba de una dama de cierta edad: ya había pasado sus sesenta años, cabellos blancos impecables, modales de burguesa, maneras de niñita, voz chillona. Etiquetada como melancólica, recién salía de una clínica en donde había sido hospitalizada y de donde se había escapado. Su capacidad de fuga me parecía un buen augurio. Se presentaba de buenas a primeras como de mente simple, decía no entender nada, no querer nada, no tener la menor idea de qué era lo que buscaba al venir a verme. “Se” le había ordenado ir a hablar con alguien, último recurso, si no lo que seguía era la hospitalización por la fuerza. Todo lo que ella quería era morir porque decía no amar a nadie, ni a su marido, ni a sus hijos. Detestaba al mundo entero. Y el mundo entero le pagaba con la misma moneda. Detestaba sobre todo a los negros, a los judíos, a los árabes y a los jóvenes. Y de los jóvenes, en particular aquellos que llevaban el pelo largo y se besaban en público. Su madre había muerto recientemente y confesaba no sentir nada en absoluto. Prueba suplementaria de su indignidad.
Creía ser un perro, decía que a veces ladraba en la calle, o creía ladrar, ya no podía estar segura. A lo mejor se trataba sólo de un movimiento interior. Jamás la escuché ladrar. Su perro real permanecía en su casa y la esperaba. “El único ser que amo y que me ama”, decía. A veces confesaba incluso ya no amarlo como antes. Marido e hijos tan sólo eran vínculos de deber. No tenía por ellos ningún afecto, lo consideraba nada más que ataduras físicas. Reich se había equivocado: se puede estar al borde de la locura y gozar sexualmente. Éste era su caso.

De chica, no había asistido a la escuela a causa de una supuesta enfermedad hereditaria jamás confirmada, que le valió inyecciones de vitaminas y la prescripción de un reposo que ningún síntoma justificaba. Se había sentido contenta, porque no le gustaba apartarse de su madre, decía. Desde muy temprano, tuvo un único compañero de juegos, un perro. Luego, y a pesar de su infancia en reclusión, pudo seguir estudios universitarios gracias a su marido, a quien había conocido siendo aún muy joven. Él la tomó completamente a cargo, al punto de hacer trampa en los exámenes de la facultad por ella. Tuvo hijos, siempre ejerció una profesión a la sombra del marido protector, y después, repentinamente, llegó la caída, la desesperanza, la pérdida del deseo de vivir, de todo deseo, salvo el deseo sexual. Aun en lo más fuerte de su depresión, no había dejado de hacer el amor con su marido. Un día me di cuenta de que ella creía que había que tener relaciones sexuales de la misma manera en que hay que comer o dormir. Estaba persuadida de que había que hacerlo todos los días. Así, desde los diecisiete años hasta pasados los sesenta, había mantenido relaciones sexuales con su marido cotidianamente. En análisis descubrió que no todo el mundo ejecutaba el mandato de esa manera. Podríamos decir que para ella, el análisis funcionó como una educación para la liberación sexual… ¡pero al revés! Su marido, viejo monstruo severo e infeliz, con fidelidad colérica se acoplaba cotidianamente con esa mujer-niña-animal, que lo hacía sin duda alguna gozar mucho. Se ocupaba de ella como de un animal, cuando estaba demasiado loca, la obligaba a comer sola en la cocina, “como un perro”, decía ella. Había amado a sus hijos mientras eran bebés. Cuando comenzaron a hablar, se volvieron extraños.

Desde el comienzo, experimentaba hacia ella una gran dificultad: me era terriblemente antipática. A tal punto que me había planteado si no sería preferible derivársela a otro colega, más apto para ejercer la famosa y benévola neutralidad. Me resultaba irritante, tonta y mala, tan insoportable era para mí, que de lo único que tenía ganas era de que no viniera más. Sólo una cosa me detenía: estaba segura de que ella inspiraría la misma aversión en todo el mundo y que lo único que yo podía hacer entonces era acomodarme a mi dificultad, a su odio del mundo y de sí misma.
Si bien no estamos obligados a amar a nuestros pacientes, ¿cómo, si no hay un mínimo de simpatía que presida los encuentros, ser aquél o aquélla que ofrece una presencia fiable, cómo recibir al otro en estado de antipatía aguda?
Podemos refugiarnos detrás del título contratransferencia negativa, a condición de introducir allí una dinámica. No siempre es evidente, ni una cosa sencilla. Antes de cada cita, me sorprendía a mí misma deseando que no viniese. Ella me afectaba de manera desagradable porque no soportaba que yo me callara, pero tampoco toleraba mejor que yo hablase; no soportaba nada de lo que yo decía del mismo modo en que a mí me era difícil soportarla. Estábamos bajo la misma bandera, salvo que ella venía a las sesiones con la regularidad de un reloj y no se planteaba nunca la cuestión de interrumpir a causa de nuestra mutua antipatía. En efecto, estaba enganchada conmigo: tenía que rendirme ante tan penosa evidencia.

Tenía otra característica: antes de cada sesión, se precipitaba al baño, para aliviarse, decía. Le prohibí hacerlo sistemáticamente, pidiéndole al menos que habláramos en la sesión antes de “pasar al acto”. Así interpretaba sus pasajes intempestivos al baño. Pensaba que era necesario que ella pudiese poner en palabras su agresividad. Yo estaba obnubilada por mi saber tan fresco acerca del odio en el melancólico… Un día cuando, una vez más, se había precipitado al baño, antes de que yo hubiese tenido siquiera tiempo de encontrarla en la sala de espera, fui a buscarla. La obligué a salir manu militari, con la ropa interior baja, diciéndole que ella venía aquí para hablar y no para hacer. “¿Pero y si no me puedo aguantar? Por lo menos, no voy a hacer en su alfombra”. “Y bien, si el único baño* está aquí”. Retrospectivamente, siento vergüenza por mi violencia de entonces, pero si lo cuento es porque creí que hacía lo correcto: estaba acorralada por su desobediencia ante las exigencias de la ideología analítica. Era necesario prohibir cualquier acting en el interior del encuadre. Luego me di cuenta de que había cumplido su fantasma: la había tratado como un perro al decirle que si no podía aguantarse, sólo tenía que hacer como los animales, en el piso. Mientras que ella me probaba, con el uso repetido del baño, que justamente no era un animal.
En el momento de mi brutal intervención, me había mirado por primera vez, ya no como a una dama profesional del psicoanálisis, sino como a una loca. Y, de hecho de las dos, ese día la loca era yo. En lugar de analizar la locura inducida, mi “realización” de su fantasma, había racionalizado ante la necesidad del respeto del encuadre analítico. Con toda evidencia, mi arranque la había sacudido y, mal menor, le había permitido entrever que el analista también podía perder algún tornillo.

A fuerza de paciencia –a pesar de todo– de mi parte, a fuerza de paciencia –también– de su parte, ella lentamente había empezado a mejorar. En su opinión, ese ir mejor no debía ser imputado sino a los medicamentos de su perro. Se trataba de un viejo perro al que el veterinario le había prescripto vitaminas. Le robaba las vitaminas al perro, lo que era bueno para él, era bueno para ella. Decía que le daban energía.
Yo, cuando superaba la aversión, me encontraba ante un vacío. Ella se decía a sí misma vacía. Excepto por ese perro que la animaba un poco. Ese no-humano que la volvía un poco viva y humana cuando hablaba de él. Mis sentimientos, aunque reconociera su carácter negativo, permanecían fuera de la palabra, fuera de toda representación utilizable para la cura, fuera de todo enganche con una idea, con otra escena. Se me había prohibido pensar. Como en aquel tiempo no tenía a mi disposición más que una visión muy limitada de lo que es la transferencia, no sabía que el afecto y los estados psíquicos podían ser inducidos por el paciente.
Lo inesperado llegó sin previo aviso. Lo inesperado llegó gracias a un hallazgo de ella.
Un día me preguntó a quemarropa, gritando con su voz chillona: “¿puede prestarme un libro de Freud, ya que es su maestro?* (¿¿y yo su perro??). Sorprendida, decidí satisfacerla para introducir algo nuevo en ese desierto en el cual nos encontrábamos detenidas. Le presté La psicopatología de la vida cotidiana. A la sesión siguiente me dijo, sin por ello devolverme el libro: “He ojeado su Freud, no entiendo nada, no lo voy a leer”. “Bueno, devuélvamelo”. No me lo devolvió. Más adelante, un día, poco después de haberse ido, me llamó por teléfono para preguntarme si me había dejado el libro de Freud. Le dije que no, que de ninguna manera. “Entonces, debo haberlo olvidado en el bañito del café de enfrente de su consultorio, puede ir a buscarlo ahí”. No hice nada… Ella debió dudar, porque trajo a la sesión siguiente un ejemplar nuevo. Le pregunté qué quería decir eso. Con una voz muy diferente me contestó, dando una carcajada, la primera: “Quiere decir: Freud al cagadero”. Y después agregó divertida: “¿Es esto un acto fallido?” Nos reímos juntas. Yo estaba atónita.  “¿Pero por qué Freud al cagadero?” Entonces, con mucha seriedad, me dijo que no quería nada de mi “métier” porque quería abandonar su vida de perro, quería ser amada y amar, y eso debía jugarse “entre usted y yo”, dijo. “Entre usted y yo como personas y no como profesional”. Ella quería tener una relación verdadera y no confrontarse con alguien que ejerce su profesión. ¿Pero por qué quiso que le prestara un libro de Freud? Porque quería intentar entrar en mi mundo, ya que yo no conseguía entrar en el suyo, fue la respuesta. Sentí como se levantaba un velo. Comencé a recobrar el aliento, mi espíritu. ¡Admiraba cuánto esfuerzo le había costado a ella liberarme de mi collar de esclavo! Pude entonces hablarle normalmente, y evocar junto con ella nuestro pasado común y difícil y los caminos extraños que ella había debido tomar para hacerse aceptar.

Algunos meses más tarde, cuando ya nos hablábamos más libremente, tuvo un grave accidente automovilístico. Notificada por su hijo, fui a visitarle al hospital. Cuando llegué, levantó la sábana con un gesto brusco y me mostró su cuerpo: “¡Mire todas estas cicatrices! ¡Todas estas marcas del desastre! Espero que no le dé asco”. No, no me daba asco. “Es importante no darle asco a nadie”, Sí, es importante. Cuando aceptamos verdaderamente a alguien no hay lugar para el asco.
Después de su salida del hospital, ya de vuelta en las sesiones, me preguntó: ¿Usted me fue a visitar por profesión o por amistad? Le pregunté qué impresión había tenido ella. Me contestó: “Prefiero decirme que era por profesión”. Ella había insistido en pagarme esa visita, algo que me había hecho sentir incómoda. Insistió. La noche de ese mismo día, un empleado me trajo un magnífico ramo de flores con unas palabras suyas: “Pienso también que fue por amistad”. Subsistía un fondo de desconfianza.
El análisis duró todavía mucho tiempo, ya no ladraba, no se consideraba un perro. A mis ojos, se había vuelto simpática, inteligente, deliciosa.  A continuación vino un tiempo de idilio al que valientemente hemos sabido poner término, con suavidad, cuando ella se sintió lista para afrontar sola el mundo. Hecho sorprendente: no habíamos vuelto a hablar jamás de los jóvenes de pelo largo, sin embargo ahora le parecían hermosos, al tal punto que contrató a un pelilargo grandote para asistirla en su trabajo (en detrimento) oponiéndose de esa manera a su marido.
Las formas que expresan el cambio que acontece en una cura no dejan de tener relación con la imaginería personal del analista que está, de manera consciente o no, conectada con la estética de una época. Influencias mudas pero eficaces: había abandonado los gustos de su época para acercarse a la mía.
Sea quien fuere el autóctono que brinda asilo, sea cual fuere la hospitalidad del grupo, es sólo uno quien toma la delantera, sólo uno puede tender la mano, sólo uno ofrece su rostro al reconocimiento mutuo que produce la apertura, en nombre de los otros. Los otros garantizan el hecho del asilo como lugar inviolable… Aquél que va solo ante el extraño, soporta el riesgo de reiterar también todos los malos encuentros y de padecer los efectos. El asilo ofrecido, el asilo aceptado, se hace sobre un fondo de soledad, fondo común de lo sensible.
El plano de lo sensible es el del cuerpo, el de las sensorialidades, el de los afectos, al igual que el de las palabras intercambiadas. Cuando se ama, siempre se ama un cuerpo, sus particularidades, incluso sus defectos. Por cuerpo, entiendo no solamente la voz, la mirada, sino también la piel, el olor, la cadencia de las palabras, el ritmo que le es propio a cada uno: todo aquello que hace que una presencia sea única cada vez. Cuando execramos, siempre es un cuerpo lo que se ofrece a la execración. La simpatía necesaria, que en esta historia fue tan difícil de encontrar, se juega sobre el fondo común de lo sensible.
Ahora bien, el fondo común es la animalidad del humano, más allá de las lenguas, las costumbres o las singularidades físicas o psíquicas. El dolor, el placer, tener frío, alimentarse, estar resguardado, llorar, reír, dormir, ser niño, tener un hijo, ser viejo… y, en fin, hablar, no hablarle a un especialista, sino hablar “con” un igual: siempre es la vida entera la que demanda asilo, esa vida de lo sensible, que es el lote común de todos los seres humanos, de la animalidad humana que se manifiesta en y por la presencia real. A partir de ese fondo, el odio, el rechazo, las repulsiones pueden y deben encontrar acogida porque, inevitablemente, vuelven a la superficie repeticiones de experiencias antiguas, nefastas y enterradas, miedos ancestrales, destructividad inherente a la especie, a los cuales hay que hacerles lugar para que puedan ser abandonados o convertidos en otras energías. Algunos hablan de sublimación, investidura, contra-investidura, términos de una fealdad notable que me es necesario conservar todavía para seguir unida al gran corpus vacilante de:
Mi querido Psicoanálisis, (sigue carta…)

Psicoanalista de ciudad
Cuanto más grande es la miseria en el extranjero, más lo extraño que lo habita empuja al extranjero a demandar asilo, y más inoportuna se vuelve cualquier especialidad que se le proponga.
Toda “especialización”  puesta en juego en la oferta de la presencia real es una sustracción a la hospitalidad.
Lo sensible se despliega en un campo de aimance –Eros– donde uno está en estado de encuentro, donde se manifiesta la pulsión de vida. Ésta va de uno a otro, de unos a otros, pero necesita un espacio. El analista puede ofrecerlo, pero afuera también existe una gran cantidad de espacios, algunos menos potentes que otros, de diferente textura, la música por ejemplo. Y, a la inversa, hay áreas de estasis –Tánatos– silencio impuesto, dehiscencia de vínculos, zonas mortuorias y deprivaciones sensoriales. Las instituciones son sus lugares privilegiados, incluso aquellas que se proponen ser “curativas”. A medida que perduran en su capacidad de recibir aquello que les es extraño, y por lo tanto nuevo, se ven debilitadas y sus miembros se agotan en esos interminables cuidados prodigados, ya no a las personas que deben ser cuidadas, sino a la institución misma que debe ser periódicamente revivida.

Si bien el verdadero asilo de lo extraño del paciente es antes que nada la apertura de una psiquis, para ello se requieren algunas condiciones: se espera que el dispositivo del análisis proteja al analista y al analizante de lo intempestivo; pero también si me protejo demasiado corro el riesgo de volverme opaca a causa de mis defensas, y no sólo por mis defensas personales, sino también por las defensas que me ofrece la institución psicoanalítica. Aunque la institución sea necesaria como límite para una locura de a dos, representa también un freno. Si el analista brinda hospitalidad y se encarga de mantener abiertos los campos de aimance, debe luchar al mismo tiempo contra su institución y los rituales que ésta le ha legado: a la vez necesarios y contrarios a las leyes de la hospitalidad, obligan a contorsiones singulares.

Con toda evidencia, en el psicoanálisis liberal desde el principio hay algo contrario a todas las leyes de hospitalidad: mi asilo se paga. Y ahí, muy rápidamente, todo puede convertirse en una pesadilla. Después de treinta años de ejercicio, persiste mi malestar ante esta situación. Si embargo hice algunos progresos: ahora puedo decir con mayor simpleza que vivo de mi trabajo de psicoanalista. Pero no me siento cómoda en relación con el discurso que el psicoanálisis hace circular que afirma, de manera perentoria, que el paciente debe pagar. Con el pretexto de que en nuestra sociedad todo se paga, el psicoanálisis puede ser asimilado a un trabajo de especialista. No sirve de nada ofuscarse, esto puede ser justo, pero sólo por momentos, y a condición, no obstante, de que en primer lugar el asilo haya sido ofrecido. Condición previa absoluta, que no excluye que ciertos pacientes se pongan a tirar de esa cuerda para manifestar su hostilidad o sus recriminaciones que no son sólo cuestión de dinero. Esto es banal, pero está lejos de agotar el tema.  Pretender que hay que pagar desde un principio y que hay análisis sólo si hay pago, pretender que de lo contrario hay demasiado goce, por ejemplo, es absurdo. Recibir dinero jamás le ha impedido al analista gozar del analizante ni cobrárselo con su cuerpo.
Es corriente escuchar decir que si el paciente no paga con dinero, entonces tarde o temprano correrá el riesgo de pagar con su cuerpo. Resumido groseramente: “Si usted no paga en efectivo, si me pide que lo admita por amor o compasión, o peor, por convicción, ¡entonces se va a enfermar!  Mire, por otra parte, lo que le pasó al Hombre de los lobos”. Para muchos analistas, esto representa una evidencia. Sin hablar de la invocación del terrible peligro de que el paciente falle por eso en el acceso a la “castración simbólica”. Las necedades se acumulan. Todo este fárrago está ahí para evitar decirle: “Necesito tu dinero para vivir y, preferentemente, vivir bien”. Ese fárrago no viene de Freud que, a parte del Hombre de los lobos, había conservado un cierto número de sesiones disponibles para análisis gratuitos. Se machaca con el caso del Hombre de los lobos para hablar del peligro que implicaría la falta de pago, y se omite decir que no es bueno para nadie volverse cobayo de una comunidad de “sabios”. No es el único análisis en el que Freud “fracasó”, ni el único que se hizo interminable. Solemos interrogarnos muy poco acerca de los perjuicios que engendra la utilización de un sujeto reducido a un “caso” para demostrar una teoría. Como si el dinero pudiese garantizar “un goce menor” y prevenir contra los abusos de poder de uno sobre el otro. Menos mal que todavía quedan los asilos, los verdaderos. Para los pobres y los más locos. ¡Entonces por fin los especialistas pueden quedarse tranquilos entre ellos!
Provenga de donde provenga, el dinero es necesario para hacer funcionar la máquina, ya se trate de la máquina colectiva o de la máquina personal del analista. Siempre se paga el funcionamiento de la máquina, no se paga el encuentro, la singularidad, el asilo, el salir al paso de lo extraño y del extranjero. Como tampoco está implicado el pago en la emergencia de las formaciones del inconsciente. El conjunto de pacientes paga mi máquina: tomados por separado, cada uno de ellos podría no pagarme, salvo algunas raras excepciones que plantearían los mismos problemas si estuvieran en las así llamadas instituciones gratuitas. Las curas irían igual de bien, o igual de mal si no existiera el discurso ambiente acerca de la necesidad “ética” de pagar… Si no hubiese el “nosotros” de los analistas determinando nuestros negocios uno por uno. Si no hubiese la necesidad de vivir. Se suma a esto el hacerse valer narcisista del triunfo profesional. El autóctono no confiesa sus necesidades, no confiesa su dependencia. Avanza enmascarado, disfraza sus necesidades, sus deseos, con artimañas teóricas, o peor, éticas.

Antipatía – xenofobia

Es posible que existan con mayor frecuencia de la que se piensa relaciones de antipatía no analizadas. Antipatía hacia el otro, el verdaderamente diferente, aquél que molesta, que no puede ni debe pertenecer a un “nosotros” imaginario: calentador de narcisismos, de convicciones íntimas y de ideales de confort. Ideales disfrazados de conceptos, incluso de ética de una disciplina.
Si tal es la postura de partida, postura que hace que el analista se mantenga en su lugar, es evidente entonces que toda falta a ese orden establecido se vuelve de inmediato sospechosa.
La antipatía que he relatado aquí, ¿no es acaso una figura posible de la xenofobia común y corriente en el encuentro singular de una cura? Y no tiene mucho sentido recordar ahora que si la “xenófoba” patente era mi paciente, la dama del perro, mi intolerancia ante ella no hacía más que reflejar la imagen misma de su intolerancia ante sus propios extranjeros, excepción hecha de un animal peludo de cuatro patas.

Uno no nace, se hace xenófobo. Al comienzo de la vida, la identificación a la especie humana prima por sobre cualquier otra identificación.  El primer espejo del lactante es el rostro humano, sin distinción de raza, de sexo o de edad. Eso que llamamos “madre” es el primer ser humano que cuida del niño con asiduidad y constancia. Lo más frecuente es que la madre biológica ocupe ese lugar. No subestimo los problemas que pueden surgir en caso de una separación precoz, de un cambio de “madre”. La humanización del hombrecito es antes que nada una cuestión de entorno humano. En su defecto, el niño se identifica también al animal. Ningún niño puede tener un desarrollo normal sin el auxilio de una psiquis primera y de una imagen humana que se ofrece a interpretarlo y a recibirlo. No basta con que escuche hablar, aunque sea lo mínimo exigible para su devenir. Esto da lugar a eso que los analistas llaman relación de objeto. De esta relación nace lo constitutivo de todo humano: la angustia de la pérdida. La angustia es diferente del miedo. La angustia nace de las primeras separaciones indispensables para la constitución del “yo” [je] y del “tú”. La integración del “nosotros” es más tardía en nuestra cultura, momento de socialización del hombrecito. El espacio por donde puede mover su cuerpo se amplía y se extiende del otro que lo carga a los otros que conoce. Nombra y separa lo familiar del resto del mundo. Así, el desconocido, que ninguna representación naturaliza, y aquellos que él no puede nombrar, se alojarán en un lugar ajeno, fuera de la lengua, y ese lugar ajeno será preferentemente connotado por afectos de antipatía. Perdura en él lo no-separado que no es ligado por ninguna representación, ni alojado en ninguna red de lenguaje. Ese resto de imagos, ese objeto-pulsión no identificado, no cae necesariamente bajo los efectos de una represión definitiva, está siempre presente, en espera de ser figurado. El extranjero es entonces la figura ideal para fijar ese objeto de lo extraño. Lo extraño no lleva ningún nombre y se sustrae a las discriminantes del lenguaje. Ya surja repentinamente bajo la imagen del doble alucinado o que sea proyectado sobre lo desconocido que atemoriza, es antes que nada objeto no-identificado. El extranjero puede entonces convertirse en la metáfora espacial y objetivada de una distancia temporal subjetiva. Eso que viene de otro momento se proyecta sobre un representante de otro lugar.
El objeto nuevo (lo extranjero) que surge, no surge solamente del espacio, surge del tiempo.
El “otro momento” se actualiza, se configura, en el representante de un “otro lugar”. Proyección geométrica del eje del tiempo sobre el eje del espacio. Porque no tenemos ningún poder sobre el tiempo, sólo podemos asirnos de representaciones espaciales. El tiempo transcurre fuera de nuestro alcance. Todo lo que depende del tiempo es, de esta manera, particularmente angustiante (la espera, por ejemplo). Lo único que podemos hacer es padecer y revivir nuestras primeras impotencias. Transformamos esa impotencia ante el tiempo en deseo de poder sobre los cuerpos. Nuestros miedos de antaño se convierten en deseo de dominio de los cuerpos. El cuerpo del extranjero es entonces el más expuesto a los deseos de dominio.
El xenófobo trata siempre de aislar, de estigmatizar las diferencias físicas del extranjero para identificarlo, para tenerlo siempre bajo la mira y vigilar el espacio que le pertenece más fácilmente. A fuerza de estigmatizar las diferencias de “raza”, logra negar las diferencias singulares, la presencia real y única de cada uno.
Existe no obstante una xenofobia corriente. El miedo o el rechazo discreto de aquello que perturba lo común de nuestros días en “nuestra casa” y llega para despertar los fantasmas de miedos antiguos. No hay xenofobia que no implique un posible surgimiento de lo extraño a partir del extranjero.
La xenofobia como miedo primitivo del extranjero es antigua. No es innata pero es constitutiva de las formaciones narcisistas, luego de las asignaciones del lenguaje y de la cultura. Cada uno, en cada grupo, tiene una figuración posible de lo extranjero a la que teme más. Y que, por otra parte, no está exenta de fascinación, pero esto lo dejo de lado por el momento.

En tiempos de crisis social o política, esta xenofobia común, constitutiva de los sentimientos que afirman a los grupos, deja paso a la xenofobia virulenta. Cuando el autóctono entra en crisis, recurre al discurso de execración para hacer frente y colocar una barrera ante el extranjero, para deshacerse de aquél que no califica como un ser humano igual. Puede llegar hasta querer su cabeza… Él ignora el origen de su rechazo, su miedo tan viejo. Ese miedo y el rechazo que engendra, cuando encuentra un discurso que lo objetiva, pueden convertirse en racismo manifiesto y xenofobia activa.
Se sabe: el racismo surge en tiempos de crisis social y económica. Los proyectos individuales se vuelven precarios, incluso inimaginables. Sin embargo, en ausencia de creación, el proyecto es la única escena que viene imaginariamente a producir un horizonte para intercalarse entre el presente y el miedo al mañana, cuando no de la muerte segura. Para que haya xenofobia dura, racismo, deseo de erradicar al extranjero que sobrepase las antipatías o los prejuicios personales, es necesario un discurso.
Sólo un discurso puede englobar los miedos de unos y otros junto con el odio que les es consecutivo y darles al mismo tiempo una racionalidad aparente. El discurso de execración se inserta en el lugar donde fallan los proyectos de vida que producen el vínculo entre lo singular y lo social. El “nosotros” que engloba a los racistas autóctonos no le hace frente a ningún “ustedes”. Solamente hay “los” [eux] o “ellos” [ils]. A partir del momento en que aparece el “ustedes” hay ya un interlocutor posible, negociaciones de paz y por lo tanto, el esbozo de un reconocimiento.

El extranjero evidentemente no es indemne a ese miedo al mañana. Incluso si el extranjero no ama necesariamente al autóctono, y de hecho sólo raras veces lo ama, éste representa su esperanza. El autóctono detenta el porvenir del extranjero, por eso no hay simetría. Siempre es el autóctono quien está en crisis ante la crisis. Crisis de su propia identidad. Su malestar no se dice abiertamente, sino que  para ser expresado se sirve de cuerpos excedentes, busca designar al diferente para mostrar eso que el autóctono no puede admitir para sí mismo: que él es el excedente y que su propia sociedad no sabe qué hacer con él. La xenofobia virulenta es manifestación de crisis, epilepsia colectiva del pensamiento.
La crisis es la respuesta a lo que proviene de un adentro desconocido que se somatiza en el otro cuerpo, cuerpo a expulsar, cuerpo-extraño, designado como excedente. Expulsar al otro, excluirlo, dominar sus movimientos y vigilar su residencia, se opone al pensamiento imposible de un porvenir, pero también del pasado.

Los extranjeros autóctonos

A este respecto, no se puede más que deplorar la imbecilidad de los políticos de haber emblematizado el término “excluido” para el extranjero del adentro, los “sin” trabajo, los “sin” techo, pero también, los jóvenes del conurbano. ¿Excluidos de qué, si no de esas inteligencias débiles? En efecto, ¿qué discurso puede resultar inteligible sin desnaturalizar el plano de lo sensible?
Vemos hoy a los “excluidos”, los extranjeros del adentro, inventar otros vínculos, con frecuencia, ignorando conscientemente la relación de espejo con el racismo del ambiente, sin polémica exhibida, ni compromisos políticos patentes.
Ahí, una vez más, las particularidades del cuerpo se vuelven demasiado visibles al llevar los emblemas de “la otra raza”. Existe entre ellos un vínculo sensible, un deseo de tribu, asilo invisible de una comunidad virtual.
Así, por ejemplo, los tatuajes y los piercings son signo de reconocimiento entre los jóvenes cuando les falta la belleza de un proyecto, la vida proyectada.  En todas las épocas los jóvenes tuvieron códigos de reconocimiento. Esto no es una novedad, excepto que la recuperación de esos códigos por parte de los medios se hace hoy con mayor velocidad. Las magníficas modelos toman prestados los emblemas más recientes de las ciudades tristes. No hace mucho tiempo, existieron los hippies, rápidamente copiados por las casas de moda. En caso de ellos, había un discurso que apelaba a otros modos de vida, sostenido en ideales que se creían posibles. Lo que hoy me parece nuevo es el hecho de que sea la carne misma la que lleva los estigmas para establecer el vínculo y el reconocimiento recíproco. En el pasado, en las clases así llamadas populares, se perforaban las orejas de las niñas, era signo de femineidad. Los gitanos se perforan una oreja. Las piedras incrustadas se ven en India. Importaciones de otros lugares y de otros tiempos, deseos de tribu. Tribu dispersada antes de haber sido. Ningún discurso político legitima esas elecciones. Esta movida “espontánea” tiende, no obstante, a decir algo, a decir la existencia de un grupo que no se deja ver como tal a pesar de los parecidos efímeros. El marcado de los cuerpos me parece ir más allá, contar algo diferente de las modas habituales y de los signos de reconocimiento de los “jóvenes”.
Otro signo igualmente impactante es la presencia de perros. Esos mismos jóvenes, pero también los no tan jóvenes, “excluidos” de la sociedad de producción, tienen compañeros en su errar, sus perros, a quienes ellos prodigan cuidados enternecedores. Los perros ya no son emblema de los que tienen, de los cazadores, de los burgueses o de los campesinos, ni son con mucho asimilables a los perritos de compañía de las viejas damas. Son la única propiedad, la única riqueza de sus amos. Y ahí otra vez, esto deja de lado las palabras: se ve. Propiedad ambulante, extendiendo por su sola presencia el territorio de vida, territorio nómada de su amo. Un último modo de aferrarse al suelo, devenido móvil, último recuerdo de una filiación posible. ¿El perro será hijo, el compañero o la puesta en evidencia de la vida desnuda? En todo caso, alguien a quien amar, alguien que está fuera de la lengua. Muchas veces son perros grandes, perros malos, como solemos decir. Son signo de que la agresividad está merodeando… Antes que nada, de la agresividad que sus amos padecen por parte de la sociedad, y signo también de que como devolución, ellos podrían a su vez volverse “malos”.

¿No sería conveniente entonces recordar ahora la historia de la pequeña “dama del perro”? ¿Recordar esa manera intempestiva de mostrarme las cicatrices de su cuerpo para probar hasta dónde yo podía brindarle asilo? “¿Le da asco? No, no me da asco… ¿Es por amistad o por profesión?”
Como los tatuajes y los piercings, los perros exponen la vida desnuda, extensiones vivientes del cuerpo de su amo. Cuerpo excluido del intercambio simbólico en curso, tentativa de resimbolizar fuera de la lengua, búsqueda de otra comunidad: comunidad vuelta visible, salida de lo imperceptible del pobre que desde siempre se esconde. Así, se puede ser pobre, mendigar y darle asilo a un perro. Ya que hace falta alimentarlo. Hiperpresencia del cuerpo, en espejo con el sueño racista que, del otro lado, se empeña en encerrar los cuerpos diferentes. Y, por otra parte, el “proyecto” racista no se ha equivocado: como a tantos otros extranjeros sin papeles, se les solicita establecerse lejos de las miradas y de los centros de las ciudades. Allí donde se edifica el país en el país, la ciudad en la ciudad. Pero esta otra ciudad está construida sin un verdadero querer. Los extranjeros del adentro, nacidos en la crisis y en la xenofobia ambiente, no son echados a la puerta, como los extranjeros sin papeles, no hay ningún charter* para ellos, su charter es la calle. No se les puede negar el permiso de residencia porque no tienen residencia, autóctonos sin lugar, sin verdadera morada, incluso si la mayoría de ellos parece todavía tener techo. Autóctonos devenidos extranjeros, reivindicando lo extraño por las marcas en la carne, sin tener siquiera ese otro lugar de la nostalgia o del recuerdo, ni siquiera una locura catalogada. Tatuajes, piercings, branding y perros fieles: ¡silencio de los cuerpos! Que los que poseen se los apropien para convertirlos en moda, es secundario. ¡Pero cuántos signos y dolores iniciáticos, por no hablar de la ternura de los animales! Ellos, los extranjeros autóctonos, son irreductibles a los discursos, ya sean sociales o políticos, y ni siquiera pueden recurrir a los especialistas de las dolencias catalogadas. ¿Es éste el fracaso de los discursos? ¿O es que demasiado de lo real asfixia la posibilidad de este recurso? ¿O más bien se trata simplemente de una desconfianza ante los viejos discursos que tanto han prometido y tan poco han cumplido? Cuerpos que se exhiben como diferentes hasta por su carne, que parecen ser demasiado para la sociedad de la que resultan, cuerpos que ellos usan para mostrar, como en un espejo sin azogue, una psiquis silenciosa operando en un deseo de tribu.
De un lado, los xenófobos confesos y del otro las tribus. Entre ambos, los especialistas glosan acerca de los actores de la crisis… ¡Ah, bella expresión! Los actores están en la calle, mientras que sus palabras no proferidas profundizan las diferencias en Internet, expuestas con elegancia por otros especialistas.
Y ahora hagan pasar la gorra con las moneditas para alimentar al animal y seducir como se pueda.

París, 31 de mayo de 1998