Flujo y estasis

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El psicoanálisis francés –todas sus escuelas por igual– ha consagrado numerosos trabajos a la pulsión de muerte, dejando el campo de investigación de las pulsiones de vida y, en particular el campo de las pulsiones parciales, a los analistas de niños. Es verdad que pulsión de muerte es el concepto más abstracto del psicoanálisis y no es extraño que exija todo el tiempo ser vuelto a la vida para que no abandone la escena.

En la cura analítica, la presencia del analista, por intermedio de la transferencia, permite que se vuelva a desplegar en el espacio de lo dual realizado eso que está replegado o jugado en el desorden azaroso de la vida. Ese dual realizado no tiene en cuenta lo múltiple, a pesar de que todo analista sepa que en ciertas sesiones hay, más allá del dúo visible, una multitud de presencias. Aunque Lacan haya podido decir que el inconsciente es colectivo, en lo que concierne a las pulsiones, se permanece dentro de la lógica sujeto-objeto. Ésta se amplía si se toma en cuenta la triangulación edípica, pero no hace mella verdaderamente en el campo cerrado de la pulsión. Para abrir ese estrecho espacio que es el triángulo familiar, Lacan ha tenido el mérito de introducir la noción del gran Otro, que va más allá de las personas emplazadas, dando acceso al campo más vasto de lo simbólico. Sin embargo, esta noción lacaniana tiene sus límites. Porque tendería a hacernos creer en “un” simbólico inmutable, el mismo para todos y por todos los tiempos, ajeno a los cambios históricos y culturales, situado por encima como en desplome respecto de la multitud real de seres humanos. Como si el referente último que es el lenguaje le arrebatara toda dependencia frente a las dinámicas de la época, ante los sentires (feelings) plurales.

Empecemos por el principio: todos sabemos que el niño nace al mundo ya marcado por el lugar que lo espera, por los fantasmas y los discursos de su entorno y que nunca es el simple producto de una madre y un padre, sino que en la misma medida es producto del mundo ambiente. La teoría del significante que sobrepasa el marco de los atributos de las personas es, sin embargo, inadecuada para considerar las tensiones somato-psíquicas que provienen de lo múltiple, cuyos sentidos e intensidades son variables y que actúan tanto sobre la psiquis como sobre el cuerpo del recién nacido.

Cuando la discusión gira en torno al aspecto de lo colectivo o lo múltiple, entonces raramente se trata de la cuestión de las pulsiones, sino más bien de representaciones, de relaciones de objeto y de significantes. Incluso si le sumamos la presencia del fantasma, concepto estilizado por María Torok y Nicolas Abraham, quienes han sensibilizado a los analistas respecto de las transmisiones transgeneracionales inconscientes, sigue sin comprenderse de qué manera las pulsiones atraviesan a los seres humanos o hacen que se estanquen cuando están juntos.

Como sea, la constitución de las primeras relaciones del niño en el mundo se sostiene, tanto para unos como para otros, en metáforas de objetos relativos a la madre. Que se empiece a tener en cuenta el estado psíquico de la madre es, en todo caso, algo bastante reciente en Francia –al menos en los círculos lacanianos– pero de todas maneras, no se evoca nada de lo colectivo en ese estado de la individuación. De un lado estarían los partidarios de un todo-madre, y del otro los partidarios de un todo-padre. Tanto en un caso como en el otro, se pierde algo en la relación somático individual que está conectado directamente con lo múltiple. En otros términos, el cuerpo erótico y el mundo que él habita con otros.

Inventaré, entonces, una ficción para introducir secuencias más amplias que conciernen a las pulsiones de vida y de muerte que aquellas delimitadas por las relaciones sujeto-objeto. Porque existe lo pulsional, a la vez erótico y mortífero, que engloba secuencias más amplias, territorios reales o virtuales recorridos por flujos eróticos, así como también hay territorios que una estasis mortuoria inmoviliza y sustrae a la dinámica de la vida psíquica y somática.

Después de la época de Freud y según los diferentes autores, pulsión de vida y pulsión de muerte, ya no envuelven los mismos contenidos y cada analista termina por tener su propia valija de conceptos más o menos explícitos de los que se sirve en su trabajo. Aunque son muy abstractas, esas nociones forman parte de nuestros mitos de los orígenes.

Por poco que se quiera aceptar la idea de que el ser humano no vive solamente en un universo de necesidades vitales, se piensa que no puede, a partir del momento en que nace, encontrar objetos que se adecuen perfectamente a sus necesidades, ni mucho menos a sus deseos. Está sujetado a sus deseos y es tributario tanto de su avidez de amor y de reconocimiento, cuya metáfora sería el “seno”, como de su avidez de comer, cuya metáfora sería la “leche”. El hombrecito mama el amor, aspira a un más allá de la leche, objeto de su necesidad, aspira a la incorporación de un seno invisible, de una inútil teta de amor. El amor es el suplemento del alma cuya carencia con toda seguridad provoca la muerte tanto como la falta de alimento. Eso lo sabemos.

Y ahora, trataré de especular un poco más allá de este trayecto:

Podemos suponer que en el origen se está en presencia de una única pulsión, de una única fuerza somato-psíquica, cuyas primeras diferencias son las variables de intensidades que invisten los campos, los objetos. De entrada, esos objetos o esos campos no están necesariamente marcados por un significante verbal.

En razón del conflicto intrapsíquico, esta fuerza (¿vital? ¿Pulsión de vida?) va a disociarse en dos vías pulsionales a las que, después de Freud, se las puede llamar pulsión de vida y pulsión de muerte. Me inscribo, por lo tanto, en una corriente que podríamos denominar monista y no dualista, pero este monismo inicial no debe ocultar los conflictos intestinos de nuestras pulsiones vitales. Así, puedo seguir utilizando la terminología de Freud, hablar en términos de pulsión de vida y pulsión de muerte, porque la misma pulsión vital le da su fuerza de unión a la pulsión de vida así como también le da la fuerza de destrucción a la pulsión de muerte. Tanto como impulsa la compulsión de repetición y produce la estasis, el detenimiento del devenir. De alguna manera, la visión monista pondría a la pulsión de muerte al servicio de la Vida.

A su vez, esta pulsión de muerte presenta dos vías: una, la que agota la pulsión (como pura fuerza) en la conservación de la homeostasis, que tiende hacia un mínimo de tensión, lo estático o la repetición; la otra, destructiva, ataca los objetos internos y externos inadecuados para procurar placer.

Estos son, entonces, los dos costados de la pulsión de muerte, aparentemente antagonistas: uno, estático, hace prevalecer el enganche con un más allá, y explica la compulsión de repetición, mientras que el otro hace prevalecer el aspecto agresivo y destructor, y permanece profundamente imbricado con las pulsiones eróticas. Como decía Freud, la agresividad sólo pertenece a la pulsión de muerte cuando se vuelve en contra del sujeto mismo, cuando consigue echar a perder la investidura del objeto del deseo. Freud insistía en el hecho de que en la pulsión de muerte se trataba, en primer lugar, de la muerte del individuo mismo y no del asesinato del otro.

Cuando el empuje pulsional –que es corporal– no consigue manifestarse como afecto (por lo tanto, en una relación con el otro) ni realizarse en una problemática temporal en tanto que libido, puede volverse activamente destructora por el recurso a contenidos de representaciones nefastas o por cristalizarse masivamente en odio blanco. Odio silencioso, constreñido de estasis, afecto representante de la pulsión de muerte. Podemos preguntarnos entonces si desde el origen hay una diferencia de naturaleza entre estas dos pulsiones, pulsión de vida y pulsión de muerte, o si son separadas por dinámicas diferentes a partir de una misma naturaleza que es la “de la pulsión”. ¿Hay un dualismo estructural o un monismo fundamental que da lugar a destinos pulsionales diferentes? Pregunta teórica, porque en la práctica nunca las encontramos separadas. Estamos aquí en el dominio del mito fundador, importante en tanto que referencia para pensar y permanecer en contacto con el pensamiento de Freud, pensamiento que sigue siendo de una complejidad jamás igualada.

En última instancia, se podría decir que es posible hablar en términos de pulsión de muerte cuando desaparece el tiempo como experiencia vivida de una duración, de un movimiento. Ahora bien, sin movimiento, sin percepción de duración, no hay verdadera vivencia (Erlebnis).

La diferencia entre pulsión de vida y pulsión de muerte sería entonces una diferencia de la problemática temporal que no puede ser aprehendida ni volverse consciente sino a partir de investiduras espaciales. Así como la pulsión (por ejemplo la agresividad) compete a la problemática del espacio, el afecto es una problemática del tiempo. Ya lo había señalado Lacan. A partir del momento en que el tiempo es percibido (y por lo tanto, existe la inscripción de una duración) se está en una problemática del espacio, de los flujos que lo atraviesan y que implican la relación de objeto. Ahora bien, toda relación de objeto implica a su vez la presencia del afecto que siempre está en relación con el tiempo. Así se trate de la angustia, de la espera del objeto de amor, de la ambivalencia, del odio. Objetivamente, el tiempo transcurre de todas maneras, y con toda claridad ése no es el problema. El problema es subjetivo: la repetición o una puesta en acto desligada de toda espera o investidura de objeto inscriptas en el tiempo, signan la presencia de una dominante de la pulsión de muerte. La pulsión de muerte en tanto que compulsión de repetición puede ser vista como una falla de la memoria. Estasis de los flujos y del devenir.

Freud lo señalaba muy bien a propósito de la descarga de la pulsión de muerte, cuando decía que su conversión en pulsión de vida se producía por la vía de la motricidad. Entonces allí donde el tiempo no transcurre de manera dinámica, allí donde no hay movimiento, hay no-vida. En cuanto a la destructividad, la mayor parte del tiempo toma la vía de la dinámica y de la motricidad. Conviene por lo tanto recordar una vez más que para Freud, la pulsión de muerte apunta antes que nada al individuo mismo y no debe ser confundida con el deseo de destrucción del otro.

La pregunta que se plantea en la clínica es, entonces, la siguiente: cuando se está en presencia de esta pulsión de muerte bajo su forma destructiva, ¿es posible desviar esta pulsión aniquilante hacia otros objetos que ya no sean el sujeto mismo? Dicho de otro modo: si ataca objetos internos, si ataca al individuo, ¿cómo, en la cura analítica, hacer que se desvíe hacia objetos externos? No habría más que dos vías para escapar a la autodestrucción: una sería la de una obligación a la sublimación (por lo tanto, una modificación intrapsíquica), la otra sería una inversión de la pulsión, que necesita destruir al otro para salvarse a sí mismo (por lo tanto, una modificación interpsíquica). ¡Bella perspectiva para la ética de un análisis!

O aún más, ¿cómo pasar, en el plano de la clínica, de la autodestrucción a la heterodestrucción e inevitablemente seguir adelante, para poder pasar de la heterodestrucción a la sublimación? Porque si la heterodestrucción representa un nivel necesario para despegar de la autodestrucción, no puede ser en sí misma una meta de la cura, ya que esta única transformación puede conducir a la consecución de lo nefasto, al acto de crueldad dirigido al otro. Si nos detenemos en la mera transformación de la autodestrucción en heterodestrucción, que es lo que la aplicación sin matices del famoso “no cedas en tu deseo” podría hacernos creer, el análisis puede conseguir que el analizante esté mejor pero que por esto mismo se convierta en un crápula. ¡Dista mucho de ser poco frecuente! La primera condición de este camino –que nunca es tan lineal como lo deja suponer su escritura– es la búsqueda de una representación, una “encarnación”, un devenir perceptible de la componente silenciosa de la pulsión aniquilante, o de la compulsión a repetir lo nefasto. En mi opinión, la única bisagra que permite la salida, es decir, la re-imbricación de la pulsión mortífera con la dinámica viviente, es el afecto que vuelve a hacerse presente en la transferencia.

Esta dinámica transformadora sólo puede ser introducida por una puesta del analista, por lo tanto, de la transferencia, puesto que ese circuito ha sido perturbado en el origen. La implicación del analista puede entonces representar la única palanca de que dispone para iniciar una dinámica cuando no hay nada en el relato del paciente que convoque elementos que imbriquen lo erótico con lo mortífero. El afecto provocado por la implicación del analista en la transferencia es una herramienta privilegiada en este intento de despertar.

La impotencia y el acto de crueldad

Para Lacan, la angustia es el afecto por excelencia, y en esto sigue fielmente a Freud, para quien la angustia era el equivalente general de todos los afectos. Y por esto se contradice al criticar abusivamente a los analistas anglosajones cuando recurren al afecto. Lo hizo porque estaba en guerra con ellos ya que lo habían humillado. Por un lado, rechazaba, pues, el recurso al afecto, pero por el otro, le daba un lugar preponderante a la angustia, ¡el afecto por excelencia, según sus propias palabras!

Habiendo llegado a este punto, debo hacer un desvío. Me gustaría introducir aquí la Hilflosigkeit, desamparo del niño pequeño, en tanto que afecto primero. Lo vivido del sentimiento de impotencia me parece ser el precursor de la angustia. La impotencia es la primera experiencia subjetiva ante el mundo y es huella somato-psíquica del displacer.

La impotencia es la herida primera que el mundo le inflige al hombre así como es la última prueba ante lo ineluctable de la muerte. ¿De qué otra cosa sufre el niño del carretel, si no de su impotencia motriz, su pasividad obligada ante la desaparición de la madre? Ahora bien, el juego del carretel lo vuelve activo, incluso si está preso en la repetición. Y uno puede preguntarse si esta repetición es compulsión de lo negativo de su impotencia, o goce inagotable de su potencia inventada.

El juego del carretel es a la vez una realidad observable en el niño y uno de los escritos míticos mayores del psicoanálisis en su momento crucial de los años veinte. Se vuelve a él sin cesar para asentar de nuevo la demostración teórica en un personaje conceptual: el Niño del carretel.

En ese relato nace la oposición Eros y Tánatos, pero también el juego como creación del sujeto para sobreponerse a la angustia de la separación, incluso de la soledad, invención de un mundo en donde el niño traza, por sus gestos y por el uso de un objeto, los límites de un territorio que recorre como un nómada minúsculo, amo del tiempo de su desamparo. A esto se le agrega un destino posible de crueldad hacia el objeto para no padecer el dolor de la impotencia.

Se ha denigrado demasiado a la supervivencia. Las personas que han estado en situaciones de supervivencia concreta han desarrollado capacidades de adaptación y de lograr hallazgos de vida que les han dado una inteligencia suplementaria, un saber diferente. No está dicho que haya que guardar –bajo pretexto de vivir tiempos mejores– esa inteligencia suplementaria en el placard de accesorios, siquiera bajo la rúbrica de una patología de supervivencia. Aunque esas capacidades nuevas –ese saber diferente– que de otra manera no se habrían cultivado en el sujeto ya no sean tomadas en cuenta, al volverse, digámoslo así, inútiles, la memoria queda recargada y en consecuencia pueden convertirse en fuente de angustia, inclusive de culpa, por el hecho de permanecer sin uso. Por no ser reconocidas como lo que son, a saber, una inteligencia suplementaria, estas capacidades permanecen ancladas y definitivamente al servicio de las representaciones de lo nefasto. Por el contrario, se puede decir que desde el momento en que un sujeto ha podido desarrollar las capacidades que le son propias, ellas pueden ser reinvestidas de otra manera, fuera del contexto catastrófico de su descubrimiento.

Y allí interviene la compulsión de repetición. Clínicamente, es la manifestación más perceptible de la pulsión de muerte. La compulsión, el Zwang, es una especie de imperativo, lo único que puede hacer el sujeto es repetir. Es un simulacro de acto que fracasa y que se vuelve a repetir obstinadamente. Allí, una vez más, el sujeto descubre toda su impotencia ante esta fuerza que lo habita y le hace revivir el displacer. Se convierte en el juguete de una memoria que se ha vuelto loca.

Se podrían describir “idealmente” tres momentos: en primer lugar, la autodestrucción o autoagresión, de cuyo “retorno” pueden resultar somatizaciones o incluso enfermedades graves; en segundo lugar, la transformación en el análisis de la autodestrucción en hétero-destrucción; en tercer lugar, la transmutación de la fuerza de heterodestrucción (que ya es una dinámica y por lo tanto ha salido de la estasis) en producción de pensamientos y de afectos, premisas de creación.

Con frecuencia nos preguntamos qué está primero, si la autodestrucción o la heterodestrucción. Propongo esto: la impotencia del niño pequeño ante la inevitable imperfección y la inevitable inadecuación del objeto para la satisfacción de sus pulsiones encuentra una única salida, sobre todo cuando cuantitativamente hay exceso de displacer, que consiste en la redirección de su fuerza hacia el propio cuerpo. Esas pulsiones de vida, insatisfechas, buscan un blanco. Al no poder alcanzar la satisfacción, el sujeto insatisfecho se pone furioso e intenta destruir el objeto real o alucinado a fin de librarse de la tensión interna. Ataca, pues, el objeto externo o interno. Ahora bien, lo que siempre está a su disposición es su propio cuerpo. Entramos entonces en el circuito de la autodestrucción. Mélanie Klein ha descripto con brío y exageración esos primeros tiempos. No podemos estar de acuerdo con todos sus desarrollos, pero sí admitimos que un agenciamiento pulsional particular se memoriza sin desembocar en una descarga satisfactoria. Ésta es imposible. La insatisfacción primera empuja a la repetición. La fuerza que está en el principio de la vida, en ese momento, se vuelve motor tanto de estasis como de destrucción. Por eso el término pulsión no es del todo inadecuado, incluso si puede ser chocante verlo unido al término muerte.

En el origen, por lo tanto, la pulsión no es buena ni mala, sino que busca satisfacción: sólo ante la inadecuación del objeto y la impotencia del sujeto para encontrar el objeto adecuado se vuelve destructiva respecto del sujeto y del objeto, y trata de mantener el más bajo estado de tensión posible.

Cuando se logra el pasaje de la pulsión –hasta entonces utilizada para mantener la fijeza de la estasis– hacia el despliegue y el movimiento, entonces puede ser posible utilizar la transferencia para transformar la destructividad activa del objeto externo en fuerza de transformación y de creación.

En la transferencia y en la vida, esos momentos se manifiestan por la agresividad percibida o no por el paciente, dirigida hacia el analista y sus objetos. Con frecuencia, el aspecto silencioso de la destructividad (que no es la agresividad habitual) es señalado en la cura por los momentos en donde aparentemente no pasa nada. Cuando reina el aburrimiento, esa desconocida cara del Odio. Lo único que se percibe es el malestar del analista. Nada más que el poderoso retorno de la impotencia en la cura analítica misma, esta vez experimentada mucho más por el analista que por el analizante. Ahí es importante que el analista sepa “entrar en escena” e implicarse. Sólo de él depende entonces el hacer fracasar la repetición o la estasis transportada al aquí y ahora.

En el plano clínico, la emergencia de la angustia tiene valor de señal. Por ejemplo, cuando ocurre el descenso de los momentos melancólicos y el pasaje a la manía. Esta última no es una mera defensa en contra de la depresión, como ha sido dicho con demasiada frecuencia. La salida de la depresión melancólica que mantenía al sujeto en el área de lo conocido, del vacío que le es familiar, o en el área de la nada, se produce por el hecho de que el analista (¡o un encuentro en la vida!) abre una brecha en la glaciación afectiva, incluso por un golpe dirigido al Otro feroz que atormenta al paciente. A veces ese “golpe” depende de una implicación lograda del analista. El alivio que viene a continuación, cuando cesa el auto-castigo y la auto-denigración (“auto” que siempre es un “otro”), cuando se afloja la persecución superyoica, engendra enloquecimiento y angustia ante lo desconocido. El enloquecimiento está acompañado de euforia debido a la liberación de las fuerzas pulsionales que antes estaban al servicio de mantener la inercia. Cuando no hay proyecto en el cual invertir y que por lo tanto procure calma, el sistema enloquece: el sujeto está sometido a la pura velocidad y a la búsqueda de derroche. Derroche en todos los sentidos del término: se sabe bien cuantos maníacos se vuelven derrochadores de dinero, de palabras, de actos, en un flujo indiferenciado. El sentido les falta, y pierden el ritmo de la cotidianeidad. Ese sentido puede ser encontrado-dado por el proyecto. Se necesita de un otro para eso, en el momento mismo de la inversión de la pulsión. Proyecto que significa la entrada en la temporalidad sensata. Entonces la euforia puede permanecer con vida sin ser una manía peligrosa, sin caer en la locura del derroche indiferenciado. La energía se inviste, se calma, y se canaliza para volverse reconocible para el otro, así como para el Superyó, tan importante en esta afección. La pulsión de muerte encuentra su tope y su empuje se transmuta en pulsiones de vida.

La manía es una búsqueda enloquecida del otro, de un vínculo que estabilice e introduzca el tiempo. El acto de crueldad inherente a esta búsqueda puede transformarse en acto de creación. El acto de crueldad está en el límite entre la pulsión destructiva en su aspecto mortífero, y la pulsión erótica en su aspecto agresivo.

Aquí, la noción de acto es central. Todo acto es motor, aunque sea simbólico. Todo acto es también erótico y pone en circulación las pulsiones de vida, incluso cuando se trata de un acto de crueldad. He aquí algo realmente difícil de admitir por el buen sentido y el discurso políticamente correcto.

Proceso y encuadre

El acto es antes que nada una dinámica, aunque sea dinámica de la repetición, e insisto, siempre implica al otro. Ahora bien, el dispositivo mismo del análisis comporta las dos componentes de las pulsiones: el aspecto estático del dispositivo inmoviliza el cuerpo y usa las pulsiones (en tanto fuerza) a los fines de mantener la estasis, al igual que puede ser usado, incluso consumido en vano, el aspecto dinámico que empuja al cambio. El cambio puede entonces, en el peor de los casos, depender tan sólo de la capacidad del analista para poner en movimiento su deseo por permanecer del lado de los procesos de vida.

Una cura analítica puede ser vista como una constante tensión entre dos polos: el proceso y el encuadre.

El proceso está constituido por lo que pasa en el plano psíquico y somático dentro de la cura, pero también fuera de la cura, aunque en relación con ella: es ésta su propia dinámica. Está hecho de pensamientos, de relatos, de palabras dichas o silenciadas, de acciones, de todas las manifestaciones de la transferencia, de repeticiones, de innovaciones y descubrimientos, de afectos. Es un devenir fluido, hecho de trayectos imprevisibles, tejido por las singularidades en presencia, en donde las palabras intercambiadas no son más que una parte, la punta del iceberg. Hay que recordar siempre que un analista sabe, a fin de cuentas, muy pocas cosas de su analizante, ¡incluso si su analizante parece decirle “todo”!

El ritual, encuadre del proceso, es mudo, repetitivo, estable en principio, así como en principio es uno y el mismo para todos. Es aplicado con más o menos rigor según los analistas, pero aun cuando se lo reduce al mínimo, raramente está ausente por completo, y constituye el segundo plano de las libertades que cada uno se toma.

Paradójicamente, el encuadre es lo único que el analizante puede rechazar, porque es del orden de lo manifiesto y exige del otro un acuerdo previo, incluso si el analista parece imponerlo como si fuera de suyo. En revancha, el analizante no puede rechazar ni las manifestaciones inconscientes, ni la repetición, ni la transferencia, ni las vicisitudes de sus pulsiones. Hemos reconocido aquí los Cuatro Conceptos Fundamentales del psicoanálisis, según Lacan…

Como se dice en derecho “presidir la sesión”, se podría decir que con el encuadre, el analista administra la regla fundamental. Este sistema de reglamentación que es el encuadre del análisis se apodera de una gran parte de lo pulsional y lo reduce al silencio; las expresiones del cuerpo erótico, seductor o transgresivo, al igual que los actos de destrucción, son reducidos al silencio en beneficio del único elemento de las pulsiones de vida dejado en libertad: la palabra. Así como se supone que la palabra sea empujada hacia la libertad más absoluta, todo el resto es puesto en reposo obligado. Para que la libre asociación de ideas pueda tener lugar sin ninguna restricción en un lugar estable que se supone debe proteger y resguardar a sus protagonistas. Para este fin existe –y esencialmente para este fin– ese montaje asombroso para cualquier ciudadano normal, que es el dispositivo y el ritual del psicoanálisis.

¿Pero ésta no es acaso la suerte de muchos rituales? Subsisten mientras que el mito al que suponían servir ha sido olvidado. Sólo está autorizada la palabra, incluso constreñida a la libertad nómada. El análisis es una talking-cure, se lo recuerdo a los amnésicos.

Solamente esto: que la palabra no siempre tiene la función de ser expresión y transformación de la libido. Ocurre que a fuerza de jugar demasiado con el aspecto repetitivo y rígido del encuadre se obtiene un resultado inverso. La palabra se desprende del cuerpo y se transforma en un machacar mortal, sobre todo si el analista permanece mudo.

La compulsión de repetición se apodera del análisis. Las sesiones breves y los cortes significantes llamados escansiones, introducidos por Lacan, sin duda tenían por objetivo la ruptura de ese machacar. Voto piadoso, dado que la escansión en sí se ha vuelto ritual y ya no sorprende a nadie. Hay, por otra parte, demasiados aspectos negativos que van junto con el uso exclusivo de esta técnica –sobre todo cuando se la aplica con la ferocidad que exige un dogma– como para que nos podamos dar por satisfechos.

Si el proceso del análisis puede ser considerado como favorecedor del despertar de las pulsiones de vida y del deseo del sujeto, lo que incluye un trabajo sobre el contenido de las repeticiones, el ritual se hace cargo de la parte muda no representable, y por lo tanto sin contenido identificable, de la pulsión de muerte.

La compulsión de repetición se especifica por el empuje, en el “Zwang”, mucho más que por la cosa repetida. Cuando se la identifica, es gracias a su contenido, es decir, gracias a la cosa repetida. La cosa repetida puede ser variable tanto en intensidad como en significación; depende de la singularidad del sujeto. Esta cosa, o aún el contenido de la repetición se convierte en lo propio de la pulsión de muerte porque se repite y no porque contenga algo mortal en sí mismo. Es fundamental distinguir la repetición de la cosa repetida. Sin embargo constato con frecuencia una confusión lamentable entre la repetición y la cosa repetida. La cosa se vuelve mortífera porque es repetida, y no a la inversa. Vemos entonces cómo se dibujan los diferentes estilos de análisis según se ponga mayor atención en la dinámica de la repetición como proceso o en la cosa que se repite. Existe evidentemente un puente entre ambas, pero que no siempre funciona: consiste en creer que si se “analiza” el contenido repetido, entonces se detendrá el proceso de repetición. Y esto dista mucho de ser siempre así.

La más o menos fuerte tendencia a la repetición podría ser una explicación para la diferencia de reacción que se observa según los individuos ante ciertos acontecimientos penosos de la vida: para algunos, serán asimilados y se convertirán en recuerdos, incluidos los malos recuerdos, para otros, serán traumáticos y como tales, volverán sin cesar. La fuerza de la repetición encuentra su fuente muy temprano en la historia de un individuo.

Se podría entonces admitir la hipótesis de que la obligación a repetir impuesta por el analista a través del ritual inmutable de las sesiones puede aliviar al paciente de sus propias compulsiones. Este sería un aspecto positivo del encuadre por fuera de la escalada concerniente a la invocación de las inevitables castraciones, de la cual se supone que es el instrumento. Es conveniente, entonces, considerar las cosas al revés: la compulsión no es analizable en sí misma, perdura o se va, según si el análisis le ha permitido al analizante una implicación más importante al servicio de las pulsiones de vida, algo que nunca es cuestión de una escucha pasiva.

El deseo de vivir y las resistencias del analista

La pulsión de vida es un concepto. De manera simple, podemos tomar nota del deseo de vivir de ese extraño que es todo paciente cuando viene a vernos. Considero que el hecho de ir a ver a un analista, el simple hecho de demandar algo –análisis, terapia o simplemente hablar con alguien– es la expresión de un deseo de vivir que seguramente no aparece enunciado como tal. Sin embargo es expresado por el hecho de acudir a una entrevista concertada. Los pacientes melancólicos son el ejemplo más impactante: llegan a análisis y dicen que su vida ya no tiene sentido, que la muerte significaría quitarse de encima un dolor y su indignidad. No obstante, acuden regularmente a sus sesiones y esto durante años. El acto de asistir comporta esperanza y una demanda, incluso si, en medio del camino uno se enfrenta con todo tipo de dificultades, en especial a la estasis dentro del análisis.

Si se puede hablar de una ética específica del análisis, ésta consistiría en no olvidar ese movimiento primero que compromete al analista con el paciente, sean cuales fueren los avatares encontrados ulteriormente. Para sostener este compromiso primero, es importante no olvidar que el psicoanálisis debe estar al servicio del paciente y no a la inversa. Esto no es un chiste ni algo evidente para todo el mundo.

¿Hasta dónde puede llegar el analista en su implicación, y a partir de qué momento o de qué se puede decir “esto ya no es análisis”? ¡Es el gran temor de algunos! Pero es algo que cualquier analista ha podido experimentar desde el momento en que pudo tomarse algunas libertades frente a los dogmas y al mantenimiento del marco más estricto.

Si compruebo –ocurre muy raramente, pero ocurre– que se plantea la elección para mí, en tanto analista, entre respetar el encuadre del análisis o ayudar a un paciente a encontrar los medios simplemente para vivir, en ese caso elijo la vida del paciente. Por cierto, trato de no caer en una relación de compinche o en la mera asistencia por compasión. Pero lo que ocurre es que incluso la simple asistencia para vivir se impone por encima de cualquier otra forma de intervención. Me parece que la elección es la de estar “con” el paciente. Abandonarlo con el pretexto de que él no está en condiciones de hacer un análisis es desertar, no sólo en el plano humano, sino además es una inconsecuencia en el plano de la cura analítica misma. Y al decir esto, pienso en ciertas internaciones u hospitalizaciones en las que los analistas abandonan por un tiempo al analizante, no dan señales de vida, desaparecen hasta que el analizante les sea devuelto “en condiciones”. ¿En condiciones de qué, si no de servir a la causa del psicoanálisis? Estoy muy contenta cuando los allegados, los familiares del paciente, pueden hacerse cargo de las dificultades y ello permite que mi relación con él se mantenga de la manera más clásica, pero esto no me exime de ocupar mi lugar de “estar con” en momentos de gran dificultad. Por cierto, cada uno tiene sus límites y no logro hacerlo siempre: es mejor considerar entonces que esto depende del análisis del analista, de sus propias resistencias, y no de un interés superior, el del análisis en sí mismo. Los límites personales pueden ser identificados y reconocidos por lo que son, nadie es perfecto… pero cuando se invoca la pureza del análisis para justificarlos, uno puede preguntarse, ¿en qué se sostienen las certezas de una práctica que se presenta establecida de una vez y para siempre? Práctica cuya legitimidad definitiva y atemporal no puede sostenerse en experiencias debidamente consignadas. Como tal, el recurso a la noción de análisis puro no tiene ninguna legitimidad.

Privilegiar la conservación del deseo de vivir, estar atento a los posibles de la vida, a riesgo de abandonar la ortodoxia del ritual y del método psicoanalíticos, suscita evidentemente críticas pero más que nada apela a todo tipo de fantasmas en los analistas. Esos fantasmas están en el corazón de las resistencias del analista y no sin razón, ya que se topan con los puntos de obstáculo de las pulsiones en estado de errancia.

Los más frecuentes fantasmas de resistencia (y de miedo ante lo nuevo) del analista se enuncian en términos de “transgresión” y de “seducción”.

Hablar de transgresión cuando de lo que se trata es del no respeto de un método o de los hábitos de una profesión, incluso de ciertos riesgos tomados ante certezas teóricas, denota una grave confusión de registros. Se puede evocar una transgresión cuando hay una falta en contra de las leyes fundamentales que regulan las sociedades humanas, que no deben ser confundidas sistemáticamente con las leyes en vigor en un país, leyes que a veces son criminales, ni, con mucha más razón, con la observancia de las modalidades que regulan una práctica en una época dada. Cuando hay faltas graves –y existen– se trata pues, con frecuencia, de casos de abuso de poder, de dominio, de sumisión y de encarcelamiento en el reducto tabicado del secreto destinado a un ejercicio de poder de uno sobre el otro. (Para este tema, cfr. “El amor paradojal”.)

El otro fantasma enarbolado es el peligro de la seducción del paciente que puede provocar una práctica diferente. Esto no deja de tener su fundamento tampoco, pero conviene tomarse el trabajo de saber de qué seducción estamos hablando. Puede pasar que demostrando ser demasiado “comprensivo”, que al adaptarse más a las demandas o a las posibilidades del analizante, el analista seduzca. Si él no abusa de ese poder de amor a los fines de sus propios fantasmas e intereses, esto es siempre menos grave que el abandono o el desconocimiento de un mínimo deseo de vivir. Al contrario, puede ser vital para ciertos pacientes que esa seducción tenga lugar, porque es una seducción de vivir que ha podido faltarle al comienzo de su vida.

Ahora bien, estos dos peligros esgrimidos –transgresión y seducción– son en sus manifestaciones, se lo quiera o no, cuestión de pulsiones y cuerpos: evocan lo sexual. El encuadre es repetitivo, inerte, mudo, inmoviliza y ritualiza los cuerpos presentes y, llegado el caso, puede ser el representante posible de la pulsión de muerte en su aspecto silencioso. ¿Acaso sacudir el encuadre sería entonces un peligro de demasiada vida? Una brecha peligrosa abierta a lo común de los días y a los flujos del mundo –¿en detrimento de qué?–, cuando la urgencia se sitúa en la dificultad de ser en la vida y la demanda está a pesar de todo dirigida al analista.

El deseo de vivir no es ni alegría de vivir ni un buen uso de las pulsiones de vida, sino una tentativa de utilizar los recursos actuales que no ponen la vida en peligro. Ahora bien, en tanto podamos descubrir una demanda, en tanto el paciente venga, podemos contar con su deseo de vivir sean cuales fueren sus quejas, sus acusaciones, sus síntomas. El deseo de vivir no se manifiesta necesariamente en una “verdadera” demanda de psicoanálisis. Para ello no sólo es necesario que el estado del paciente lo permita, sino que éste posea además una “cierta cultura”. Sin esta última, el deseo de vivir se expresa como deseo de hablar, deseo de ser comprendido, ayudado, escuchado. Incluso es sorprendente ver, cuando el deseo de vida es tomado en cuenta, hasta qué punto conduce a la palabra y al deseo de saber, y también a la apertura de la mente a las extrañezas del inconsciente.

Desear, hablar, pensar, soñar, hacer. Todo esto implica pulsiones de vida, implica el acto de estar ante un otro, ir hacia el otro, y ya plantea la apertura de un camino posible para el vínculo con el otro, relación de objeto, decimos entonces.

Pulsión de vida y pulsión de muerte se oponen en sus efectos, pero caminan largamente imbricadas la una con la otra.

El acto de crueldad es el último avatar, última tentativa de un hacer erótico, de un ir hacia el otro, así sea para destruirlo. O, a falta de un otro, inaccesible, el “yo” [moi] vuelto impotente, se ciñe a sí mismo en un último gesto de poder. Entregándose a sí mismo, en soledad, el sujeto así sometido a la más fuerte imbricación entre la pulsión de vida y la destructividad no se tendrá más que a sí mismo o a sus allegados para este ejercicio peligroso.

Pulsión de Vida y Flujo

La pulsión de vida es una pulsión nómada. La libido es nómada, es decir, móvil, lo que no excluye trayectos y fidelidades; traza recorridos, inviste territorios.

En todo lo que concierne a la cuestión del nomadismo estrictamente hablando, yo no podría rivalizar con Deleuze y Guattari… (Mil Mesetas). Es aconsejable referir a su obra.

Las pulsiones parciales son un ida y vuelta, pertenecen a la propiedad privada. Sólo “Yo” [Moi] reconoce ese gusto en mi boca que acompaña el olor acre de la axila materna o la dulzura exquisita del pulgar y del trapito.

Por el contrario, la pulsión de vida es nómada, es sólo de ida. Sin embargo el nomadismo no es un errar sin meta. Le son necesarios un territorio y un horizonte significados por la presencia real o alucinada del otro. La errancia es solicitada, estimulada, reanimada por el otro, los otros, los ruidos del mundo. Ruido y furor de la vida, del afuera viviente. Ocurre lo mismo con el gran lamento de los pueblos en las músicas del mundo. La pulsión de vida se nutre, se sostiene en la presencia del otro, del allegado, del amado, del amigo, pero también de los signos de la vida, venidos de más lejos, cuando son portadores de sentido. Sin esta tensión entre sí mismo y los otros, la libido se agota. Yo diría, tal vez un poco abruptamente, que a fin de cuentas lo único que “cura”, que vuelve a la vida al ser humano que se encuentra mal por sí mismo o por su entorno, es la presencia.

Un sujeto, incluso el más equilibrado, no puede conservar intacta la sensación de estar vivo sin el signo de la presencia del otro, aunque haya introyectado debidamente en tiempos precoces todos los buenos objetos posibles. Las pulsiones de vida se sitúan en una problemática del espacio y del cuerpo. Espacio poblado de objetos investidos de afecto. En virtud del afecto que lo religa con los objetos que pueblan el mundo (su mundo interior religado con el exterior) el tiempo toma posesión del ser humano. Así, en la espera e incluso en la angustia, corremos real o imaginariamente hacia el objeto de nuestro deseo, de nuestra adoración, o hacia el objeto de nuestras pulsiones. Si en teoría podemos distinguir las pulsiones como referidas prioritariamente al espacio, y a los afectos como referidos al tiempo, en la práctica, en la experiencia humana, están ligados entre sí. El ritmo concreto y físico de nuestros órganos, de nuestras vísceras fluye con el tiempo, nos clava al tiempo. Cada latido del corazón marca un instante cumplido para siempre. El tiempo está hecho de materia en movimiento y nuestro cuerpo va a su muerte con trancadas ritmadas, eso que cada uno sabe en su propio fuero inconsciente, aunque finja creer que el inconsciente “no conoce” el tiempo. Como si el inconsciente fuese un personaje que supiera o no supiera, a causa de una cuestión de gramática… El recorrido por el espacio se hace en un tiempo dado. Puede ser más o menos fuente de angustia. La atracción de los cuerpos, con todas las pulsiones confundidas, sabe de urgencias, de impaciencias y de languideces. La repulsión también.

Lo erótico acelera el recorrido, vuelve impaciente la espera: la pulsión empuja a uno hacia el otro para estar juntos, ser con, hacer con, pensar con, jugar, analizar, etc.

“Con” podría ser la palabra clave de la pulsión de vida. Pero no sólo existe la conjunción de seres distintos, ésta es la forma adulta, visible, de la acción unificadora de Eros. Es esencialmente intrapsíquica, y también el Niño del carretel juega a estar “con” ella de manera por cierto visible, pero de este modo elabora además un “estar con” interior.

Según Jean-Pierre Vernant, en su artículo “Un, deux, trois: Éros” (en L’Individu, la Mort, l’Amour), hay dos Eros en la mitología griega.

El primero es el Eros primitivo:

“Eros empuja las unidades primordiales a producir a plena luz del día aquello que ocultan oscuramente en su seno. Como lo dice Rudhardt, Eros explicita en la pluralidad distinta y numerada de la descendencia aquello que estaba implícitamente contenido en la unidad confusa del ascendente. Eros no es principio de la unión de la pareja: no reúne dos para dar un tercero, sino que vuelve manifiesta la dualidad, la multiplicidad, incluidas en la unidad”.

El segundo Eros, un Eros más tardío, asiste a Afrodita:

“Eros ya no juega como esa pulsión que al interior del uno provoca la fisión en dos, sino como el instrumento que, en el marco de la bisexualidad establecida de ahí en más, permite que dos se unan para engendrar un tercero y así sigue, indefinidamente”.

La pulsión de vida reúne tanto multiplicidades internas invisibles como “una, dos, tres”… parejas, y multiplicidades visibles.

Con el término flujo quisiera introducir secuencias más grandes y poner el acento en el aspecto nómada que recorre y reúne los múltiples. Sabemos que cada uno de nosotros está habitado por presencias heterogéneas y que en una sesión somos varios, incluso si en apariencia no hay más que dos interlocutores visibles. Al igual que coexisten tiempos diferentes en un único instante. Esto sólo es tenido en cuenta en el sueño. Sin razón alguna. Incluso en una pareja de enamorados, lo que los une viene a veces de más lejos, un canto escuchado que ha despertado su deseo, un pasado ignorado, la sombra de un antepasado, cuando no la barba del Che Guevara que ambos han amado. Eros tiene alas y transporta lo más lejano y nosotros, en nuestros actos de amor, no tenemos más que nuestros cuerpos para sumar dos.

Flujo y afectación

La pulsión de vida tiene una parte ligada con el afecto. Afecta “uno, dos, tres” y así los flujos nos atraviesan y tienden a religar a unos con otros, los mundos con el mundo.

El afuera, que yo llamo el Mundo, está siempre ahí, siempre ya-ahí. Desde el comienzo de la vida, cuando el niño está en brazos de su madre, está afectado por aquello que la atraviesa a ella. Y de ahí lo nocivo de la madre no afectada, replegada o sólo afectada por el duelo. Hablar de este estar atravesado por el Mundo en términos de discurso es insuficiente si no se le suma la afectación. Las palabras sin afectos no humanizan. Y esas afectaciones no provienen solamente de las personas, no pueden ser reducidas a las palabras que circulan, aunque éstas sean fundamentales: no son nada sin lo fundamental de la música que las habita.

Una obra de arte afecta, despierta. Ese afecto no es sólo un discurso, ni un saber, ni es la cultura. A veces no es todavía cultura y si se vuelve cultura, es porque produce una afectación múltiple. La cultura viva religa al mundo. Una obra viaja a través de las afectaciones que produce en unos y otros, religándolos entre sí. Los individuos están diseminados, pero forman entre ellos comunidades invisibles, afectadas por un mismo flujo.

Eros crea campos de aimance: gran secuencia pulsional de vida. Los campos de aimance son colectivos. No los pondría bajo la rúbrica de hipnosis de masas, incluso si a veces se da la coexistencia de ambos. Pensemos en la salida de un recital, de una exposición, de un teatro: si no fuera porque vivimos en regiones de tan buenos modales, ¡veríamos a las personas saltándose al cuello unas a otras! Y si se escucha una obra en la soledad de una habitación, uno es afectado y por eso mismo religado a otros, a quienes también les gusta esa obra, del mismo modo en que nos afecta una mala noticia. La tristeza que nos religa hace que participemos de un campo de aimance. No hace falta ningún jefe para esto.

La psiquis del niño pequeño es un sistema abierto. El niño recibe los impactos del afuera que lo marcan, se encuentre en su casa, en la guardería, o en la calle. No es suficiente con explorar las líneas genealógicas y contentarse con las historias familiares para poder comprender a algunas personas. Incluso los recubrimientos entre las historias familiares y la Historia (la grande) no son suficientes para dar una vuelta completa por nuestros recuerdos vivos. La exposición a los flujos del mundo influye en la vida pulsional de cada uno, exposición que puede ser vivificante o nefasta. Las instantáneas del Mundo producen efectos imprevisibles. Lo nefasto no produce sólo lo nefasto y puede, por el contrario, despertar el deseo. En tiempos de guerra hay menos suicidios, y la dificultad de vivir no es sinónimo de una negación de la vida. Por eso los analistas no pueden contentarse con ser políticamente correctos.

Pulsión de Muerte y Estasis

Así como los flujos significan secuencias ampliadas de la pulsión de vida, la estasis representa para mí una noción ampliada de la pulsión de muerte.

Las experiencias penosas pueden movilizar psíquica o físicamente sin conllevar por ello conductas repetitivas como traumas que empujan a revivir indefinidamente la cosa padecida. Cuando se instala la repetición, podemos decir que algo salió mal. Cuando hay estado de pasmo e inmovilización entonces hay estasis del adentro. La “disposición” a la repetición no es la única causa. Existen estasis reales y actuales que terminan por derrotar lo más vivo, lo más vital en el hombre.

No necesariamente son las violencias catalogadas, ni los horrores de los campos de concentración. Las prisiones alemanas de los años 70, prisiones modelo, son un ejemplo de esto. Las deprivaciones sensoriales han enfermado y llevado al suicidio a los prisioneros de la Fracción Armada Roja, aislados de todo signo del mundo, de todo llamado a los sentidos, de todo flujo. Y sin embargo no les faltaba nada, tenían buena alimentación, albergue y condiciones de higiene correctas. Su deseo de vivir estaba sin dudas presente al comienzo, pero sus pulsiones de vida fueron reducidas a la nada por el silencio del afuera, terminando por devenir estasis de la vida. El silencio y la falta de signos del mundo significan la soledad absoluta. La ausencia de Eros mata seguramente tanto como las balas, más suavemente, de manera más limpia, sin aparato de tortura encarnado.

Algunos analizantes no toleran no escuchar la voz de su analista, no verlo. Por cierto, no se trata aquí de una deprivación sensorial, pero esos rituales, bajo pretexto de valerse de la frustración, o si se quiere ser más chic, de la serie de castraciones, con la excusa de suscitar deseo, terminan por producir el efecto inverso; han dejado exangües a más de uno.

Si bien es importante dar tiempo para que se desplieguen las repeticiones, los momentos de aburrimiento y de vacío, llega el punto en que se agota, por falta de presencia y afecto en el aquí y ahora, el deseo de vida, cuando los flujos son detenidos. La estasis se apodera entonces del análisis mismo.

Esta estasis no siempre es efecto de la pulsión de muerte del paciente, ni efecto de ningún estado de pasmo debido a su pasado: puede ser efecto de la realidad del ambiente que entra en resonancia con los impedimentos de la realidad psíquica para vivir.

El analista no puede contentarse únicamente con explorar el pasado del paciente, ni limitar sus intervenciones al área endopsíquica, ni contentarse con ocupar “un lugar”, sea cual fuere, de Sujeto Supuesto Saber, de Buena Madre o de Padre Severo, o del Otro sutilmente barrado… Si el paciente mantiene un vínculo conflictual con Eros, en un lugar en donde decididamente éste no tiene cómplices, ¿entonces cómo encontrar los campos de aimance del afuera sin un transmisor de flujos, sin que el analista se autorice a establecer el vínculo con la realidad del afuera, sin preguntarse en qué estado del Mundo vive el otro? El analista es un transmisor de flujos, y está obligado a buscarlos “con” el paciente, y esto con mayor razón si el paciente puede ser conducido a vivir en “zonas mortuorias”. (Tomo prestada esta expresión de una novela de la Serie Negra.)

Ni prisiones, ni campos, esas zonas mortuorias son espacios discontinuos de encierro y de estasis: todos al mismo tiempo pero no forzosamente todos en el mismo lugar. Así como los territorios de aimance reúnen discontinuidades espaciales en el tiempo del flujo. De un tiempo fluido. Los territorios mortíferos diseminados por la región detienen el tiempo del devenir. Implican modos de vida impuestos. Sin porvenir, sin proyectos. La pulsión de muerte no es entonces cuestión de uno solo, sino que deviene la muerte del tiempo, estasis para todos. Tiempo detenido. Sea cual fuere el pasado de unos y otros, la inercia, lo repetitivo sin esperanza de cambio conduce a todos a la estasis. ¿Dónde está el afuera, dónde está el adentro? Expuesto durante demasiado tiempo a un frío excesivo, llega un momento en que el calor del cuerpo ya no puede ofrecer batalla, se tiene frío hasta en los huesos. Lo peor no siempre está en el pasado, lo peor de lo peor sobreviene cuando la muerte del adentro llega a estar en resonancia con la estasis del afuera.

¿Remediar esto es incumbencia del analista? Se escucha decir que el analista no puede transformarse en asistente social. Una manera más de evacuar el vínculo que se establece “entre” el afuera y el adentro. No tomar en cuenta la incesante contaminación de la psiquis por lo colectivo es lo mismo que negar lo múltiple en el interior del sujeto y su necesidad narcisista y vital de un poder sobre el mundo.

En el análisis existe siempre el dúo original al que se le suman la apertura, la conexión de los flujos hacia la vida del afuera, los campos de aimance, como única posibilidad de un trabajo psíquico. Re-imbricación nueva de las pulsiones.

Los medios de que dispone el análisis son a la vez restringidos y fuertes. Uno de los más poderosos consiste en la obstinación del analista en “estar con” el paciente. En estar del lado del deseo de vida para inventar, fabricar, porvenires posibles, obstinación en poner su imaginario al servicio del otro, obstinación también en inventar formas de análisis que no ofrezcan obstáculo a la poca vitalidad que resiste y pueda volverse útil para devenir nómada sin ser errante. ¿Cómo volver a convocar al presente a ese nómada minúsculo que mora en cada uno de nosotros para recobrar espacios de juego, territorios a investir?

Todo puede volverse doblemente peligroso, y el dispositivo mismo revelarse nefasto, ahí donde en otros tiempos favorecía el análisis. ¿Ese dispositivo no comporta en sí mismo una cripta de crueldad hacia el paciente por solicitarle a éste la sumisión a un mundo de pensamiento que no le es propio?

El analista actúa a la vez por su presencia real y por la brecha que abre hacia un presente actualizado. Presencia, para que las pulsiones de vida puedan desplegarse en su territorio conectado tanto con los flujos del mundo como también con las presencias discontinuas de los cuerpos vivientes así religados. Presente en el mundo y en la historia, cuyos flujos atraviesan el espacio mismo de la cura analítica y conectan a los dos protagonistas en aquello que da señales de la vida del afuera.

Hay una paradoja inherente al psicoanálisis (y no es la única): las pulsiones de vida y los flujos se despliegan en el espacio –real o imaginario– delimitando territorios. Son del orden de lo espacial y de lo presente. Ahora bien, en análisis uno no puede ahorrarse el tomar en cuenta el pasado individual, arcaico, genealógico, histórico. Recibimos los pasados de unos y otros, trabajamos los traumas, estamos atentos a las repeticiones. Le damos lugar al niño en el adulto, participamos de las escenas del pasado, sin dejar de lado que la finalidad del análisis consiste en vivir y gozar el presente.

El analista se sostiene en el lugar mismo de esta paradoja. Su cuerpo, su psiquis son transformadores de energía y de tiempos. Es a la vez garante del presente y compañero de las repeticiones, receptáculo de estasis y transmisor de flujos, compañero de viaje y llamado de lo originario; invita al nomadismo y es lo sedentario absoluto. Quiere la luz y trabaja con los productos de la noche.

A veces una parte de este tejido extraño se deja configurar en una narración, a veces el silencio de este absurdo reduce a la nada hasta el más mínimo pensamiento. La narración misma adquiere un plus de valor cuando se vuelve materia prima del tiempo. La teoría es nada más que una narración lograda.

Hablar de psicoanálisis y de sus “conceptos”, y seguir siendo tanto como sea posible cuerpos eróticos, siempre nómadas, no es fácil, en tanto los conceptos aspiran a la inmovilidad de los cristales.

¿Cómo podría sorprendernos entonces que el conformismo y el buen sentido sean nuestros peores enemigos cuando las paradojas se infiltran con sordina en nuestras prácticas, conduciendo invariablemente a nuestros más bellos discursos al fracaso público?

Junio de 1997

 Texto establecido a partir de la exposición en ocasión de las  Journées de la Fédération des Ateliers de Psychanalyse, junio de 1997, publicado en Epistolettres, N° 16.

 Expresión de Deleuze y Guattari.

 En francés: “ Comme on dit en droit ‘tenir lit de justice’ on pourrait dire qu’avec le cadre l’analyste tient lit de contrainte”. Hice una traducción libre de esta frase, ya que no es posible reproducir el juego de palabras en español. (N. de la T.)

 Aimance: neologismo que resulta del enlace de ‘aimer’ (amar) y aimant (imán). (N. de la T.)

 Serie Negra: colección francesa que publica novelas policiales. (N. de la T.)